La realidad nunca se presenta como imaginábamos.
Hablábamos del colapso, de la subida de los mares y su desoxigenación, de las sequías. Enunciábamos la retahíla de desastres por venir. Iban a ser olas diversas las que arrasarían el mundo conocido, pero enormes y constantes, como las causadas por la subida de los mares mientras se derretían los polos. Sin embargo, a pesar de que las imágenes del deshielo las teníamos en nuestras pantallas, no dejaba de parecer, allá en el fondo, algo abstracto, lejano e irreal. De esta manera, como un murmullo que nos tranquilizaba, abríamos los oídos a quienes nos hablaban de catastrofismo. A pesar del calor extremo, los incendios y las riadas, de las inundaciones y la contaminación, nuestro mundo parecía girar como acostumbraba si no te tocaba, si no se palpaba, si no te anegaba. Faltaba la experiencia común cayendo a fuego. Todo quedaba emplazado al futuro, a los otros, como las micropartículas contaminantes de nuestro aire, viajando directas hacia nuestros alveolos sin abandonar el diésel, sin querer saber lo que van a causar mañana.
Pero ya está aquí, la muerte no se aplaza, llega por miles en sufrimiento y soledad. La sensación, de tan irreal, es de pesadilla. La amenaza se cierne en todos lados, de manera brutal, global y paralizante.
Para tumbar casi todas nuestras certezas sobre la realidad cotidiana ha bastado un pequeño virus cuya letalidad ronda el 3%. Es el aperitivo de lo que vendrá si volvemos como si nada a la predadora actividad capitalista buscando revertir rápidamente la recesión, funcionar de la única manera que creemos saber o, sencillamente, porque no nos atrevemos a encarar la alternativa. El SARS-Cov-2 no es más que el entrante de lo que nos aguarda si nos aferramos al nacionalismo, al sálvese quién pueda que creen reservado para sí los más ricos, los más poderosos o los más blancos ignorando que, como estamos viendo en las necrológicas y hospitales, eso también será mentira.
Cada vez más, entre la listas de desastres por venir con el calentamiento global en marcha, se mencionaban las pandemias. La destrucción de los hábitats naturales llevada a cabo por la expansión capitalista, la deforestación implacable de las últimas décadas, estaba acercando como nunca antes a los animales salvajes portadores de patógenos, también a vectores de transmisión como mosquitos y garrapatas, a las áreas habitadas por los humanos. La aparición de la enfermedad de Lyme hace poco más de 40 años en Estados Unidos, el virus de Nipah aparecido a fines de los noventa en el Sudeste Asiático, recurrentes y recientes brotes de Ébola en África Central y Occidental, un inusitado incremento de la malaria en zonas arrasadas de la Amazonía, Asia y África, por no hablar de las ya conocidas gripes porcina o aviar, daños colaterales del modelo de ganadería intensiva dominante, eran señales potentes para quien quisiera ver.
La inaudita experiencia del confinamiento global por el coronavirus SARS-Cov-2 puede empezar a hacernos dudar. Es muy posible que pronto volvamos a obviar lo que toneladas de trabajos científicos han concluido ya acerca del cambio climático pero, a diferencia de una conferencia o de lo que podamos leer, la experiencia personal se nos está colando por todos los poros de nuestro ser para transformarnos. Más aún si seguimos así durante semanas. Olvidaremos, sí, pero también a muchos niveles recordaremos. Y una de las enseñanzas que se han inoculado ya de golpe y de manera prácticamente simultánea en toda la población mundial es que no podemos dar nada por sentado. No habíamos imaginado que nos pudiera suceder algo parecido, por eso no lo anticipamos y la mayor parte de los países, gobiernos y población en general, hemos actuado de una manera desastrosa.
Es cierto que una vez que la realidad se presenta ante nosotros, estamos bastante limitados para asirla. El encuentro de la materia con la experiencia subjetiva es aún en muchos aspectos un misterio, como reconoce el neurocientífico David Eagleman. Captamos el espectro visible de la luz, pero se nos escapa mucho más. Vivimos en un mar de ondas que ni sospechamos. Tampoco estamos preparados para ver seres minúsculos como los coronavirus que nos rodean en cada pomo, estornudo o mano amiga. Menos aún para observar que el 8% de nuestro genoma humano está formado por restos virales que ahora constituyen la primera línea de defensa de nuestra inmunidad innata. Así andamos, desconcertados, aceptando de aquella manera en los últimos años nuestra condición simbionte, nuestros límites. E igual que nos cuesta asir la realidad física, incluso la propia, otro tanto nos pasa con la política. Esta es ya de por sí compleja, a pesar de haber sido creada por nosotros, pero además estamos en un momento de densa niebla, de cambio trascendental.
Si miramos a la cúspide, nuestro rey está desnudo. Más allá, la sensación es que toda nuestra organización política y social se nos está quedando también en cueros a la primera embestida. Los errores cometidos cuando el virus llegó a nuestro país revelan que, a pesar de lo que nos dijeron, no había “ciencia” detrás de cada una de las primeras decisiones. Tras la caja negra gubernamental pronto se ha ido mostrando que en aquellos primeros días había conflicto, como casi siempre, y en este caso vencieron los que erraron. Había intereses partidistas y económicos, seguramente exceso de confianza, faltaba esa inteligencia organizativa que estos días filósofos como Daniel Innerarity reclaman, así como una clamorosa incapacidad para anticiparse. En el ámbito de la especulación, imagino que había expertos sobrepasados, solícitos o que no eran escuchados.
Había también, tengo la convicción, un pensamiento instalado en el mundo del pasado siglo. Lo que no había, esto démoslo por seguro, insisto, era “ciencia” guiando la gestión de la crisis, como nos querían hacer creer. Ni siquiera existía un Comité Científico, pues este no se conformó hasta el pasado 21 de marzo. El Gobierno cayó por tanto de lleno, para legitimarse y protegerse, en el discurso de los expertos que deciden, no que son consultados, lo que hasta ahora solía ser un rasgo característico del elitismo.
Los ciudadanos subestimamos también lo que venía, algunos más que otros, cierto, pero es un hecho que prácticamente nadie imaginaba este distópico presente. Sin embargo, eran los especialistas en pandemias, los responsables gubernamentales que llevaban semanas dedicados exclusivamente a esto, quienes debían conocer las serias advertencias de los últimos años formuladas por los organismos internacionales. En nuestro caso, tenían además no solo la experiencia china o de otros países asiáticos, sino la de la cercana Italia. Dedicados solo a esto como estaban, debían haberla estudiado a fondo, concienzudamente, tal y como el riesgo exigía. No lo hicieron, y en consecuencia ni cortaron en seco la propagación inicial, ni previeron escenarios B, ni prepararon material sanitario con antelación en coordinación con las Comunidades Autónomas. Nada.
Una vez reconocido esto, que me parece básico para enfrentar cualquier debate político con cierta convicción ética, sin entrar en estériles disputas nacionalistas sobre si el virus vino de acá o de allá, es cuando ya pueden mencionarse todos los atenuantes. Así, es un hecho que nunca habíamos enfrentado algo parecido, a diferencia de varios países que han respondido mejor, como Corea del Sur o Singapur. Además, este Gobierno no ha sido ni mucho menos el único en equivocarse, ni el que peor ha actuado, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Era inimaginable, nos repetimos. Y es que este sigue siendo otro de nuestros problemas principales, la falta de imaginación ante lo que viene.
Constatada también la inédita dureza de la situación, así como los agujeros estructurales que ha desvelado -resulta inaudita la desprotección de nuestros médicos y enfermeras, el abandono brutal de las residencias, el nivel tan bajo del debate político en circunstancias tan extremas-, el Gobierno está actuando con mano tendida, sin entrar a ningún trapo. Aun con errores importantes como la reciente compra fallida de los test, su gestión avanza de menos a más, concentrado al máximo en combatir la pandemia, que es precisamente lo que ahora se necesita.
Con todo este panorama sobre la mesa, es por tanto tiempo de reflexionar sobre la refundación de casi todo. Lo que venga, decía, ya está en marcha, y va a depender de la dirección que consigamos imprimir en estos días cruciales.
Aquí me gustaría retomar algo que sigue sin resolverse desde que se formuló en las plazas hace casi diez años, y que ahora toma nuevo rostro bajo otra crisis muy distinta. Hay un modelo político, en torno a la representación desvinculada y la forma clásica de partido, cuyo autoritarismo y jerarquía no sirven para afrontar tampoco estas crisis del colapso. ¿Ha estado la crítica interna silenciada en aras de la unidad y responsabilidad, impidiendo tomar las decisiones correctas en los momentos clave? Tiempo habrá de comprobarlo y estudiarlo, porque si ha sido así, no debe volver a pasar.
Marco Rovelli nos recuerda en su maravilloso libro sobre Anaximandro de Mileto que la ciencia surgió a la par que la democracia, la necesitaba para nacer y crecer. La crítica del que fuera discípulo de Tales precisamente a su maestro, efectuada con respeto y cariño, pero con rigor y coraje, fue lo que echó a andar a la ciencia tal y como la conocemos. Por vez primera, el mundo se pensó suspendido en el espacio, alterando así las nociones tradicionales, intuitivas, del arriba y del abajo. Hubo de suceder en una ciudad abierta al mundo como Mileto, donde los ciudadanos comenzaban a hacer sus propias leyes mediante la discusión razonada, sin miedo ni censuras, ensalzando la crítica honesta y rigurosa mediante la palabra.
Pues bien, hoy estamos asistiendo al derrumbe de una forma de vida mientras entramos de golpe en otra que desconocemos. Vamos a necesitar que ciencia y democracia se den la mano fuertemente. A nuestro alrededor los hospitales públicos se quedan sin camas, mascarillas ni respiradores, en Madrid se han montado hospitales de campaña en sitios como IFEMA, se ha permitido finalmente actuar a Médicos Sin Fronteras en diversos hospitales, así como se ha tenido que instalar una gran morgue en el Palacio de Hielo y otra en la Ciudad de la Justicia. Mientras, un triste concepto aparece por vez primera en nuestras vidas, el triaje, la elección entre quién debe vivir y quién morir. Las Bolsas del mundo han llegado a caer como en el 29, si acaso más, se estiman caídas de dos cifras en el PIB de la mayor parte de los países, que se dice pronto, millones de personas han sido despedidas en apenas unos días y los colegios de todo el planeta están cerrados a cal y canto sin saber cuándo abrirán. Incluso, tras esperar de nuevo demasiados días, en España se acaba de decretar el cese de toda actividad no esencial. Las calles se parecen a la de aquella Gran Vía de Amenábar en los noventa. Los pájaros, no del todo ajenos a lo que sucede, como nuestros perros, vuelven a los parques, mientras la hierba comienza a crecer por entre los adoquines de las grandes urbes.
Los protagonistas de una ciudad, decía Leo Strauss, no son sus edificios, ni sus coches o aceras, somos los animales de polis. Somos la primera piedra, pues sin nosotros no hay ciudad. Pero no se nos ve, estamos agazapados en nuestros cubiles para sobrevivir, preocupados muchos también por cómo afectará este largo encierro a nuestros hijos, disparando nuestra paranoia sobre algo que no podemos ver, tratando de sobreponernos cada tarde a las ocho, aplaudiendo a nuestros héroes de la clase médica y obrera, pues ellos son quienes en última instancia están demostrando que sostienen la vida. Sentimos un agradecimiento infinito hacia las sanitarias, los reponedores, las gentes del transporte de bienes esenciales, el personal de limpieza, colectivos donde abundan las gentes nacidas en otros países. Admiramos la labor de quienes se han estado organizando para hacer las compras a quienes forman parte de los principales grupos de riesgo. Y nos aplaudimos también entre nosotros, a cada vecino y vecina que aparece en el balcón, en las ventanas, para darnos ánimos. Porque sabemos, nos podemos imaginar bien, lo que están pasando.
Son estos momentos especiales de cada tarde los que me recuerdan aquella felicidad pública enunciada por Arendt, la que la embargaba en los días más aciagos de su oscuro siglo XX, cuando la luz de la gente honesta con la que luchaba frente a los nazis le daba su aliento, hombro con hombro, en la resistencia. Pero tampoco nos confundamos, a pesar de los intentos trasnochados de algunos de nuestros generales y gobernantes, no estamos en guerra.
El Arte y las Humanidades captan lo que se juega en lo común, en el cuidarnos, no ya mejor que la política bélica y patriarcal surgida de las vísceras o el ansia de dominio, sino que la propia Ciencia. Por eso deben unirse, junto a la democracia, en lo que hemos de construir. También, por tanto, vamos a necesitar de la poesía, la filosofía o la música para que no nos conviertan en soldados, un concepto que no por casualidad se emplea a menudo a la interna de los partidos para nombrar a los seguidores de tal o cual líder. Hay algo excepcional, indetectable para cualquier microscopio, que se activa en nuestra especie cuando dejamos que fluya la empatía, la comprensión, la solidaridad, el respeto y el amor por quienes nos rodean. Desde ahí nos hemos de reconstruir, sin permitir que dirijan hacia el odio los nuevos miedos que nos está dejando ya esta experiencia.
Ahora más que nunca, bajo parámetros democráticos, ha de fluir libre la fantasía política, económica y social. Poco a poco hemos de dejar atrás el tímido y comprensible keynesianismo de salvación de estos días. Lo que necesitamos, impulsándonos desde estos primeros escalones -que ojo, sabemos que no tendríamos sin Unidas Podemos y algunos aliados socialistas del Gobierno-, será avanzar en nuevas ambiciones anticapitalistas. Es lo único que servirá ante lo que seguirá viniendo. Sin abstractos tratados previos que nadie entiende, sin el ajado folclore habitual que solo provoca rechazo, sino desde la práctica de un sentido común sintiente. En cada decisión se trata de hacer algo tan sencillo como poner la vida por encima de los beneficios de los pocos, de los oligoi. Por eso resulta tan importante la disputa que están librando los sectores más a la izquierda del Gobierno en asuntos como los alquileres o los despidos. Por eso también estamos tardando, y mucho, en intervenir por completo la sanidad privada en una situación como la actual. En cada paso, el día después.
Estamos conociendo directamente cómo golpea aquello que veníamos en llamar el colapso. Caemos por vez primera en la cuenta de que no sabemos dónde encontrar alimentos si desaparecen del supermercado, algo que en esta crisis nos aseguran que no pasará, pero quién sabe ya más adelante. Nos creíamos los más listos de la creación, pero ahora nos damos cuenta de que los logros eran colectivos y, quizá, la forma y el sitio desde donde saltó el virus nos enseñe pronto que no podemos maltratar animales en ninguna circunstancia. No más mercados salvajes, en ninguno de los sentidos. Durante el Siglo de la Gran Prueba, como lo llama Jorge Riechmann, habremos de ir juntos sí o sí. Ahora también nos percatamos de que no sabemos encontrar agua potable más allá del grifo, pues además hemos contaminado los ríos. Desconocemos cómo restablecer la luz eléctrica si se corta pues, a pesar de que la trajimos al mundo hace ya más de 100 años, apenas sabemos nada de ella.
En realidad, no sabemos nada de lo qué está pasando con una civilización que, pobres modernos, creíamos eterna pero que nunca llegamos a entender. Bruno Latour acertaba cuando nos situaba en un presente postapocalíptico, sí, donde creíamos haber derrotado ya a la Bestia en forma de Antiguo Régimen, religiones y gremios para habitar por siempre en el fin de la historia del progreso infinito. Sin embargo, intuimos que habitamos en un mundo peor que el de nuestra infancia. También que aquel que entonces soñábamos.
Algo huele, una vez más, muy mal en Dinamarca; pero no vemos al asesino. En el siglo XVII se encontraron reyes culpables, como Claudio, y les cortaron la cabeza. Las escopetas tuvieron que disparar al aire en el siglo XX, como aquel viejo cascarrabias de Las uvas de la ira, pues los culpables entonces eran los bancos y solo las revoluciones los rozaban. En este siglo XXI, a reyes y bancos se les ha unido esta iniciática pandemia del colapso. Pero un microbio ni piensa ni posee condición moral alguna, como recordaba estos días Manuel Arias Maldonado. Comprendiendo al virus, nos comprenderemos mejor a nosotros y la realidad que nos rodea, esta es precisamente la apertura que nos puede hacer saltar del frenético viaje suicida de nuestra civilización, que hace apenas unas semanas seguía corriendo rauda y veloz hacia los 3 grados respecto a la época preindustrial anunciados recientemente para 2050 como una posibilidad real (¡!). El horror.
Quedan días durísimos, quizá meses, para superar la situación más dura que como sociedad hemos tenido que enfrentar en las últimas décadas. Aferrémonos a lo mejor que tenemos como especie bifronte que somos. Seamos minuciosos e inteligentes, decididos, en nuestras estrategias contra la pandemia, asumiendo nuestras limitaciones. No demos un segundo de escucha a quien se enreda en el vuelo bajo de la disputa personal y los bulos por cuatro votos, tratando de derribar gobiernos mientras los cadáveres se apilan. Pero no renunciemos a una crítica que puede ayudar a detener este insoportable goteo fúnebre. Aprendamos del mejor esfuerzo colaborador de los y las científicas, atendamos lo que tienen que decirnos desde el arte y las humanidades, seamos al fin radicales en nuestras convicciones democráticas. Denigremos la competición nacionalista, sepamos abandonar el ansia vacía del capitalismo. Protejamos a nuestro personal sanitario, a nuestra gente enferma, sobre cualquier otra consideración económica. Hagamos de verdad lo que tengamos que hacer para salvar vidas, atrevámonos a romper el contrato oligárquico que impide tocar los grandes ingresos y propiedades de los oligoi. Afrontemos el dilema económico que se nos viene encima asumiendo que lo que ha de venir es un decrecimiento de reparto, una reindustrialización ecológica, poniendo desde ya las bases de unas garantías sociales universales para el futuro inmediato.
El modo desde el que consigamos la liberación -de nuevo nos sirve Arendt- marca el inicio de la libertad que se constituirá después. Es el momento de poner, en cada paso que demos, las bases de un porvenir que frene, o al menos atenúe, el colapso que ya está aquí.