El pasado es voluble, se modifica a cada paso en la distancia. Las memorias se van trenzando con las vivencias de cada cual, mientras la historia sigue dependiendo de sus contextos de enunciación, sin que ello implique perder rigor. Además, al echar la vista atrás inevitablemente se hace política en el presente, pues con cada interpretación se forjan críticas, propuestas y expectativas de futuro. Aquello que surgió en Sol un 15 de mayo de 2011 hoy se narrará con nostalgia o frustración. También con un reconocimiento imprescindible a una de esas pequeñas victorias que Rebecca Solnit animaba que nos contásemos y pregonásemos desde la izquierda.
Lo que traigo a este pequeño blog 10 años después está impregnado seguramente de todo esto, pero mi principal intención es intervenir en la actualidad. La derrota electoral en Madrid, con el abandono de la política de Pablo Iglesias tras una última campaña que le honra, supone un punto de inflexión factual y simbólico que señala un fin de ciclo para la izquierda. Es entonces cuando de manera oportuna el 15M vuelve a nuestros pensamientos y puede ayudar, como referente que ha sido para toda una generación, a escoger de la mejor manera posible por dónde seguir en la encrucijada actual.
Se trata así de leer este aniversario como una oportunidad que nos permita agitar las inercias de un espacio político partidista que ha logrado hitos extraordinarios, pero que también se ha revelado cainita, vertical y limitado en sus transformaciones. Se ha alcanzado el Gobierno, impulsándose medidas y leyes que están facilitando ya la vida de millones de personas, tratando de tornar poco a poco los recortes en escudo social, es cierto. Pero al mismo tiempo Unidas Podemos (UP) se ha visto atrapado como socio minoritario en unas lógicas que sofocan toda subversión de lo instituido, pues a lo sumo se aspira a parchear, mientras Más País (MP) de momento continúa perdido en el nutrido grupo mixto parlamentario, suspirando por su futuro estatal tras los buenos resultados de Madrid. El espacio en su conjunto comienza a transitar así entre la descomposición y la recomposición, sin visos de reunificación. Resulta inevitable poner a todo este espacio político en relación de nuevo con el 2011, tras todo lo experimentado en estos años, pues tanto en UP como en MP sus miembros más destacados se siguen declarando continuadores del movimiento de los indignados y estos días se escuchan incluso voces que reclaman directamente «volver a los orígenes del 15M».
Comencemos con algunas distinciones teóricas fundamentales que nos pueden ayudar a aclarar esto y, de paso, a interpretar parte de lo ocurrido.
El 15M fue un ejemplo de movimiento político espontáneo, participativo y deliberativo. Autónomo y abierto. Horizontal y diverso. Sin liderazgos reconocidos. Fue capaz de tomar el espacio público desde la palabra y la escucha, multiplicando cientos de ágoras por el territorio. Se convirtió en un cuaderno de quejas enorme y acelerado, presencial e interactivo. También en un torrente de propuestas y alternativas. La imaginación radical de quienes participaron en él trató de ir construyendo, nos diría Castoriadis, un nuevo imaginario político y social. El 15M sacó lo mejor de una generación: la arendtiana amistad política, el foucaltinano coraje parrhesiástico, la solidaridad de los cualquiera. Hubo también adanismo, sí, pero ese 15M hubiera sido imposible sin la huelga general de 2010, sin el pásalo de 2004, sin las contracumbres antiglobalización o sin el movimiento universitario, de Bricall a Bolonia. La experiencia de todo aquello capilarizó en cada plaza, debate y comisión.
Como toda democracia real, siquiera evanescente, pronto se convirtió en fugitiva, tal y como con doloroso acierto conceptualizara Sheldon Wolin. Sus primeros defensores fueron perseguidos y golpeados por la policía del Estado, con un gobierno socialista al frente en aquellos días, recordemos. Pero las plazas se llenaron, pronto lo hicieron por cientos de miles en todo el país. El poder de la gente doblegó pacíficamente a la fuerza bruta. Aquello que cantara Patti Smith y escribiera Hannah Arendt lo vivíamos con los pelos de punta y las manos en alto. La crisis de representación, cuyas mejores maneras de afrontar algunos estudiábamos entonces con Jane Mansbridge y Nadia Urbinati, aquellos vínculos cada vez más débiles entre representados y representantes sobre los que alertaban obras clásicas como las de Hanna Pitkin, discípula de Wolin, o el tan temido triunfo de la oligarquía sobre la democracia, acerca del cual el premiado libro de Jeffrey Winters nos advertía ese mismo 2011, se materializaba en las calles mientras se coreaba “no nos representan”. La crítica a las élites que habíamos leído en un clásico de finales los sesenta de Peter Bachrach se traducía en una acción política masiva.
Pero el movimiento se detuvo ante el vértigo de cómo afrontar el asunto concreto de la revolución aquí y ahora, en nuestra sociedad del siglo XXI. Poco se habló de ello, pues seguramente daba pudor siquiera plantearlo. Aunque algunos de sus lemas más potentes, de ecos sesentayochistas como aquel del “si no nos dejáis soñar no os dejaremos dormir”, parecieran fruto de un movimiento que iba a por todas. Cómo negar que sin embargo ahí, en lo más profundo, latía como un tabú la falta de concreción sobre lo que se buscaba.
Spanish Revolution… ¿en serio?
No había respuestas articuladas ni auténticas ante tamaño desafío; solo cierta parálisis, y enseguida a otra cosa. Se estaba transformando la cultura política de toda una generación. El CIS mostraría con el paso del tiempo que el bipartidismo comenzó su descenso en picado precisamente aquel 15 de mayo de 2011. Pero la cuestión concreta de la revolución, ese cómo pasar de ser ágora a asamblea de forma democrática, no para regir los destinos del movimiento en sí, algo relativamente sencillo, sino de la comunidad política en su conjunto, no se abordaba. Transformar lo político en una democracia real… ¿cómo llevarlo a la práctica? La experiencia coherente con el sustrato teórico del 15M habrían debido ser los consejos repartidos por la ciudad tomando el control de empresas e instituciones, deshaciendo jerarquías, colectivizando recursos, con asambleas de trabajadores y trabajadoras, de estudiantes, repartiéndose decisiones y participación, tiempo de trabajo e ingresos. Quizá hubiera surgido así cien años atrás. Pero esta idea de toma de control revolucionaria, que implicaría en última instancia imposición y violencia, chocaba con los actualizados valores democráticos que recorrían las plazas de 2011.
Entonces vinieron las voces de fuera, asustadas, descolocadas, que clamaban desesperadas: “fundad un partido, presentaos a las elecciones”. Se enarcó una ceja, se atendió a la oligarquía y se dejó crecer la semilla que allá en el fondo sugería que aquello podía ser lo más viable. Antes de que la idea germinase como tal, se transitó de las plazas a los barrios, se expandieron las PAH, se fortaleció la protesta social, se desplegaron las marchas de la dignidad. Del ágora se pasó, como fase previa, a los movimientos. Pero también la experiencia entró en la vida de cada cual a formar parte de millones de identidades políticas. Para sustentar una democracia, la propia ciudadanía ha de ser democrática. Precisamos avanzar en “la democratización del self”, escribió Wolin al respecto.
Vivir una experiencia política fundamental como aquella se guarda bajo la piel en forma de recuerdos, aprendizajes y deseos. Las personas que lo viven ya no serán nunca las mismas. Compartir un encierro, afrontar una carga policial, participar de la Solfónica o cantar con ellos en medio de una batalla campal, vencer al miedo, expresarte ante cientos, escuchar durante horas a otras personas, cocinar para otros, dormir al raso una vez tomado el centro del mundo, salir sin salir en la portada del Washington Post, construir un campamento, compartir la dignidad colectiva de aquel vasto y oceánico silencio indignado. Todo cala, se queda y nos transforma.
Los movimientos sociales fueron así, en un principio, el receptor natural de todo aquel tsunami democrático juvenil. Porosos, horizontales, a menudo como alianza temporal de los distintos en pos de objetivos concretos, así los describe la teoría; pero también han estado y estarán cruzados por los conflictos, con voces que destacan y se escuchan más que otras, con cierta competencia latente entre aquellos que abordan los mismos problemas públicos.
Llegó el verano de 2013 y luego, aceleradas, unas navidades que desde hoy se me antojan cruciales. Aquellos consejos de los poderosos seguían sibilantes en el aire tentando a demasiados, pues el momento parecía maduro: “fundad un partido, presentaos a las elecciones”.
En este punto hay que aclarar que los líderes políticos de la izquierda durante el subciclo que la aparición de Podemos inició en enero de 2014 surgen de dos grandes escuelas, Izquierda Unida y la experiencia latinoamericana. Ambas preceden al 15M y desde ahí, creo, hemos de entender por qué el sustrato teórico de Sol no caló.
Año tras año a comienzos del nuevo milenio, ya se mantuvieran en la órbita de las juventudes comunistas o transitaran hacia Espacio Alternativo, germen de Anticapi, buena parte de los hoy dirigentes de la izquierda española se fogueaban fuera del ojo público en congresos marginales que no recibían una sola línea en los medios, sin redes sociales, en el ejercicio a menudo brutal de la política intrapartidista, purgándose, aliándose y enemistándose de por vida, compitiendo entre sí por cuotas ridículas de poder mientras paradójicamente ayudaban a mantener al mismo tiempo, de manera crucial, la llama de la izquierda organizada. Otros, mientras redactaban sus tesis doctorales, viajaban a Venezuela, Bolivia o Ecuador para conocer a fondo un modelo nacional-populista y plebiscitario que, en torno a líderes carismáticos, con el apoyo activo en ocasiones del Ejército y con un uso desprejuiciado de la comunicación de masas, desplegando ambiciosos programas sociales, estaba poniendo en marcha el socialismo del siglo XXI. Los más lúcidos de ellos regresaban más escépticos de lo que se marcharon, pero otros traían bajo el brazo enseñanzas que buscarían aplicar en nuestro país. Creían que la oportunidad histórica para América Latina podía serlo también para España.
Ahora, con el final de lo que fue Podemos ante las pantallas de todos, imagino que se pueden comprender mejor sus inicios. El giro no empezó en Vistalegre, como el relato oficial se empeña en resaltar, sino que ya en el Teatro de Barrio era así. Su fundación tenía escrito su final. Cuando se gritaba “todo el poder a los círculos” se sabía que los estatutos serían verticales, que la papeleta con la cara del líder iba a suponer una afrenta teórica frontal a las teorías de la democracia radical, que las primarias siempre serían plebiscitarias y que la hipótesis nacional-populista iba a girar el sentido común de la gente. Aquel imaginario social que tanto costó construir al 15M pronto se fue tornando hacia las emociones patrióticas, fortaleciendo las relaciones narcisistas donde los seguidores-sombra construían ídolos mediáticos de barro que, siempre sucedía, serían derribados antes o después con todo el odio de los creyentes decepcionados.
Algo de todo esto lo escribieron sus protagonistas, proclamándolo sin pudor a los cuatro vientos. Se ensalzó a Carl Schmitt como todo un referente teórico, e igual que hoy vemos a MAR o Redondo como sibilinos estrategas, entonces se pensaba que la recuperación del antiguo jurista nazi y su peligrosa idea de la política como la separación tajante entre amigos y enemigos era una maravillosa operación politológica. Nos pusimos a leer a Ernesto Laclau para comprender, y algunos nos llevamos las manos a la cabeza ante las renuncias que se ponían negro sobre blanco en sus escritos. Cuando en Podemos se hablaba de series de televisión era para criticar y ridiculizar a los Stark por mantener la ética, pues esta solo les servía para morir mejor, se escribía. Y así, desde el minuto uno, insisto, se destrozaban las enseñanzas del 15M precisamente por parte de quienes se proclamaban como sus continuadores en la arena partidista de la política.
El grito contra la casta era inequívocamente el de los santos, como ya advirtiera Michael Walzer en su tesis doctoral sobre la persistencia del modo de hacer política de los puritanos del s. XVII. Aquella primera consigna fue el inicio de la renovación plebeya de las élites políticas que teorizaran enseguida también sus líderes, bastaba con leer a Mosca, Pareto o Schumpeter para comprenderlo. Aquí el Sobre la revolución de Arendt, como toda su teoría política, eran anatema. Todo estaba en las teorías del elitismo clásico del siglo XX. Podemos era un proyecto antioligárquico, sí, pero también era profundamente elitista. Los grandes errores de la izquierda en los últimos siglos se reactualizaban ante nuestros ojos a velocidad de vértigo.
Verticalismo, altavoces mediáticos para cuatro, competencia extrema a nivel interno y externo, reconversión de los activistas en militantes obedientes y silenciados. Y pronto, muy pronto, una dupla terrible pero más presente de lo que pensamos en política: adulación y miedo. Adulación o purga podríamos llamarlo cuando se trasladaba a la interna. Y de cara al exterior, en un momento mediático todavía dulce, una agresividad patente ante la crítica externa, aunque viniera desde posiciones ideológicamente cercanas. Comenzó así muy pronto, casi desde el principio en aquellas primeras pugnas con los anticapis, un proceso interno terrible, injusto para todos, parte de la gente más comprometida de toda una generación. Y ante la incertidumbre, la paranoia y los complots reales, ante la evidencia de que los poderes fácticos del país, incluidos los mediáticos, se empezaban a emplear a fondo en su contra, se exigía sin ambages una fidelidad total para los más cercanos. Hacer carrera política en el espacio iba a tener unas condiciones brutales.
Hablamos de meses antes de Vistalegre, pues todo se gestaba entonces, no después como, insisto, la mayor parte de los análisis de manera completamente errada siguen manteniendo hoy. ¿O qué pensamos que era la idea de la máquina de guerra electoral enunciada por Errejón en vísperas de aquel Congreso? ¿Puede haber un concepto más antagónico a lo que había sido el 15M? La obsesión por ganar, por el Triunfo y la Victoria, esos grandes conceptos de la derecha de siempre, arrasaban nuestros sueños, transformándolos, calando entre una izquierda y una juventud machacada que anhelaba salir de la precariedad, los recortes y la represión de la protesta social, que llevaba toda la vida sin sentirse representada por sus gobernantes. Había tantas ganas de cambiar las cosas que, de tapadillo, se aceptaba internamente el pacto mefistofélico. La izquierda siempre ha buscado ganar bien, no a cualquier precio, repetíamos unos pocos sin éxito.
Algunos entonces pensamos que la Izquierda Unida que se reconstituía bajo la coordinación de un jovencísimo Alberto Garzón, un outsider de Málaga ajeno a las luchas intrapartidistas de principios de siglo, quien no compartía la hipótesis nacional-populista ni había formado parte de CEPS, fogueado en el 15M, gran orador mediático y lector voraz de las teorías democráticas, podía liderar el contrapeso adecuado. Sin embargo, a la vista está, no se pudo. Se presentaron numerosos obstáculos, cierto; la fuerza de Podemos aquellos primeros años era muy difícil de contrarrestar, no se tuvo la convicción teórica suficiente en momentos críticos, se cedió ante los elementos internos procedentes de las viejas escuelas mencionadas, no se atendió al kairós cuando parecía posible lanzarse… las causas de por qué aquello no funcionó son demasiado cercanas y complejas, están cruzadas por tantas amistades, por mis propios errores también, que me es difícil emitir aquí, al menos todavía, un juicio válido.
Pero volviendo a nuestro aniversario, los 10 años del 15M se celebran cuando el espacio parece saltar a cámara lenta por los aires tras presionar Pablo Iglesias el botón de autodestrucción. En el haber quedan leyes como la eutanasia, subidas del salario mínimo, toda una batería de medidas inéditas en consumo y juego, iniciativas aún por concretar como el Ingreso Mínimo Vital, la tramitación de los ERTE en plena pandemia, y la pugna por un giro económico al menos keynesiano dentro del Gobierno de coalición. Todo bajo el convencimiento de que el futuro más inmediato será verde o no será, aunque sea con una ley de cambio climático recién aprobada insuficiente a todas luces. Nadie puede afirmar a la vista de todo esto que se ha producido una claudicación total en el espacio, pero resulta un escaso bagaje para afrontar inercialmente lo que viene.
El contra15M sigue su curso de manera patente con la designación de Ione Belarra como heredera en Podemos, con el mantenimiento de Errejón al frente de Más Madrid, con el PCE fortalecido y con una IU agotada, fiándolo todo a la buena labor de hormiguita que se realiza en un Ministerio secundario, pero sabiendo que no se ha logrado poner en marcha el movimiento político y social del que hablábamos hace no tanto. ¿Podrán Yolanda Díaz y Ada Colau impulsar una refundación del espacio en clave feminista, ecologista y transformadora? ¿Sabrán atender al sustrato teórico-práctico del 15M y de tantas otras luchas que armonizan con él antes y después de 2011? ¿Podrán armonizar lo mejor de todas las tradiciones existentes bajo este motor democrático? Ahora mismo parece la opción más atractiva para muchos, pero caeríamos en las mismas trampas si no reflexionamos y deliberamos previamente de manera sincera sobre todo lo ocurrido, si no tenemos claras las propuestas teóricas que hay sobre la mesa. Yolanda Díaz ha disparado su carrera en el núcleo neurálgico del PCE y de Podemos, surfeando gran parte de las condiciones arriba descritas para avanzar, mientras la izquierda gallega sufrió lo que sufrió. Analicémoslo sin temor, enriqueciendo con ello también la valoración de su excelente labor ministerial, atendiendo desde ahí las propuestas y posibles cambios que vengan.
Antes de terminar, no querría que se me malinterpretara. La crítica ha de saber combinarse con el reconocimiento. No solo al 15M, sino también a lo que he venido en denominar el contra15M. Resultaba muy difícil transformar toda aquella eclosión de democracia real en un partido político. No comparto la resignación de nuestros elitistas, que siempre han mantenido en privado que esta transmutación es imposible, que hemos de aceptar nuestra terrible condición humana y aceptar que la ley de hierro de las oligarquías de Robert Michels siempre se cumplirá. Pero sí reconozco las colosales dificultades de este reto. También los extraordinarios logros, inéditos para la izquierda, que ha logrado el espacio político que quiso presentarse continuador de los indignados. Creo además que hay muchísimo que aprender de las organizaciones que mantienen el hilo rojo de la historia contra viento y marea, a partir de su anónimo trabajo local y cotidiano, desde su mirada de clase cada vez más interseccional, sin tanta omnipotencia concentrada en el acontecimiento.
Hemos por tanto de intentar que este regreso memorístico e histórico, también personal, que hagamos cada uno desde nuestra posición hacia el pasado de 2011, y que busca un futuro mejor para 2021, siendo sincera, respete también a las figuras del espacio. No podemos colaborar de la segunda parte de esas relaciones idolátricas que ahora derriban a sus ídolos, abandonándolos hechos pedazos, acosados como están además por el emergente fascismo patrio. Excelentes tácticos y portavoces, la izquierda no está precisamente sobrada de referentes. A pesar de todo lo criticado más arriba, cómo no conceder que nos ayudaron a creer que algunas de las cosas que se tenían por imposibles podían llevarse a cabo. En tiempos de fortalecimiento y radicalización de las derechas, en tiempos de guerra cultural y mediática, en un campo que el contra15M ha dominado como casi nadie, seguramente los vamos a necesitar.
Y ya sí, para terminar, dos preguntas finales: ¿podrán perspectivas como esta ayudar a retomar la senda de la democracia radical, de la amistad política y la imaginación rupturista? ¿todo ello sin salirnos de la representación política, inventando una nueva forma de partido-movimiento, pero reconstruyendo a su vez un tejido social básico?
Que no sea porque no lo intentamos.
«Volver a soñar» (boceto). Ada.