Nihilismo

“Cuando se echa de menos el sentido, cuando falta la respuesta al ¿para qué?, el nihilismo está ya a las puertas”. 

Franco Volpi. 

Es difícil aceptar que no llevas los mandos. Que no decides todo. Es complicado acoger la contingencia y la fortuna, las dependencias y los poderes de otros sobre el rumbo de tu vida. Aprender a manejar la frustración que conlleva no ser pequeños dioses, carecer de omnipotencia, es una tarea complicada donde las haya y que no acaba nunca. Comienza con los primeros llantos por un alimento que aún no podemos obtener por nosotros mismos, prosigue a lo largo de toda una vida en comunidad, entre la pluralidad irreductible y el respeto hacia la libertad e independencia de quienes nos rodean, hacia sus diferentes formas de ser y de pensar. Esto incluye amigos y enemigos, amores y familia, conocidos y desconocidos, así como el permanente carácter inestable del teatro de la vida. 

No siempre logramos lo que deseamos. 

Y si ya resulta difícil lidiar con una verdad tan sencilla, pero que no suele nombrarse, para la que además apenas nos educan, todo ello en una sociedad capitalista y patriarcal de enormes tensiones cotidianas, imaginemos si de repente irrumpe una pandemia que de una patada lanza por los aires casi todas nuestras certezas. Entonces todo empeora. Nos engancha un miedo terrible a una muerte violenta y solitaria, a una agonía no menos infernal, tememos por quienes queremos mientras comienzan a evaporarse empleos, ingresos y expectativas. Todo ello sin poder salir de casa durante más de dos meses, mutilando de cuajo nuestro ser social. 

El cóctel es ciertamente explosivo. 

Y ahora que empezamos a salir, siento desanimar, no acaban los problemas. Aparecerá la inquietud por el rebrote, la posibilidad de un segundo confinamiento, que no haya vacuna o que tarde demasiado. Sobre la crisis económica todas las palabras que la describen en los diarios son hiperbólicas, lo que no augura nada bueno. Socialmente la cosa está tan tensa que empezamos a sentir cierta inquietud a la hora de las protestas, la violencia comienza a aparecer. Por no hablar de que el futuro ya no es como lo soñábamos, pues estudios científicos recientes afirman que en fecha tan cercana como 2050 las cosas pueden haberse puesto realmente feas para la humanidad por el calentamiento global. Los horizontes se achican así a pasos agigantados, de un modo jamás pensado por nuestra especie. 

Sobre el papel parece fácil señalar que de esta solo salimos dándonos fuerza unos a otros,  como cuando aplaudíamos, cuidando a los más vulnerables ante lo que viene, volcándonos en proteger, reforzar y hacer un monumento concreto de recursos a la sanidad pública, pensando entre todos y exigiendo un modelo de país más justo, industrializado, radicalmente verde, unas ciudades peatonalizadas que cedan grandes espacios a la bicicleta y al aire limpio, comprendiendo el debate político como un modo de criticar constructivamente los errores del Gobierno, de formular medidas destinadas al bien común, de movilizarse en torno al contenido profundo de una propuesta. 

Para ello, sin embargo, hemos de presuponer cierta confianza social y política, tanto en nuestros vecinos como en quienes gobiernan y ejercen la representación. También en nosotros mismos. Y esto es lo que está fallando. 

Cuando ante una muerte, una enfermedad o un despido buscamos al culpable, que siempre lo hay, y en lugar de trazar con ecuanimidad un buen juicio al respecto optamos por acatar la simpleza del dedo acusador que viene a removernos las vísceras, entonces comienzan los problemas. El fiscal suplanta al juez, lo que suele anticipar fusilamientos al amanecer. En lugar de atender a la virulencia de la pandemia, la precariedad de los hospitales tras años de recortes, la fragilidad de nuestro tejido productivo, también los fallos a corregir de las autoridades o la sacralización de los beneficios en un modelo laboral injusto y desigual, nos lanzamos de cabeza al trazo grueso. 

La construcción mental del enemigo está muy estudiada. Kubrick lo sabía cuando filmó a los reclutas antes de ir a Vietnam, en La chaqueta metálica, cantando repetidamente mientras entrenaban: “Ho Chi Min es un hijo de puta”. El ejército norteamericano sabe que no podemos pensar en la complejidad humana antes de un ataque. También lo saben los políticos con menos escrúpulos, o con mayores dificultades para empatizar. Sobran los matices, las posibilidades de diálogo o de cambio, de que todo responda a prejuicios que se puedan derrumbar compartiendo un café. Se precisan espantajos, vehículos conductores del odio. 

Estas cuestiones generales se conocen a derecha e izquierda. A veces los aprendices de brujo las han conjurado, siquiera un poco, diciéndose que tan solo precisaban una pequeña chispa populista para llevar a cabo un proyecto político en positivo que lo trascendiera. En otras ni siquiera hay proyecto detrás, tan solo ambición de poder, huida hacia adelante, ira y autoritarismo como forma de control extrema de los otros y la realidad. Aquí es donde aparece el nihilismo. 

Pues, ¿qué proyecto se ofrece ante la incesante destrucción de la biodiversidad, algo que ocasionará el regreso de pandemias más mortíferas y, en treinta años, si no antes, lo que se describe como un apocalipsis climático? 

Mirar para otro lado. Esta es la opción más exitosa hoy, combinada para algunos con la negación trumpista de las previsiones climáticas como un invento de la izquierda. También se recurre a contar los años que nos quedan por vivir y, desde ahí, cuánto del horror por venir sufriremos. Una vez que secretamente asumimos esta perspectiva, revolcándonos ya en nuestra propia decadencia, podemos desplegar un programa individual y competitivo de máximo disfrute ante lo que queda. Si estoy en lo cierto, es decir, si estas maneras de prepararse ante lo que viene se están extendiendo más de lo que pensamos, entonces aquí encaja como un guante el señalamiento del primer monigote que nos pongan delante para expiar las culpas. Ahora sí, en medio de este fortísimo desequilibrio que nos desliga del mundo y de nuestros seres más queridos, de los conciudadanos de nuestra comunidad, podemos lanzarnos a destruir con una gran justificación cubriéndonos las espaldas. Todo para comprobar de nuevo, a menudo sin decírnoslo siquiera a nosotros mismos, si así calmamos el desasosiego que extrañamente, no sabemos por qué, no se acaba de marchar. 

Se han cumplido 25 años del estreno de Historias del Kronen, una película que hoy se recuerda como un ajustado reflejo de la desvalorización de las grandes causas y respetos, de los ideales aniquilados bajo la cultura del neoliberalismo que prendía en cierta juventud de entonces, hoy en la madurez. Unamos a este vaciamiento previo el susurro mefistofélico del sálvese quien pueda que acabamos de mencionar, el fracaso de la alternativa del encuentro, la deliberación plural y la propuesta imaginativa que supuso el desafortunado aterrizaje partidista del 15M, la arrogancia histórica de quienes no soportan que les digan lo que tienen que hacer, o el regreso del nacionalismo y el fascismo con sus tropas y trapos a punto. El resultado que tendremos de la suma de todo esto es cero, la nada. 

Porque, ¿qué sentido tiene decir una cosa y su contraria con el único objetivo de dañar al Gobierno? ¿Por qué antes se afirmaba que este erraba al no cerrar todo rápidamente y ahora se exclama que machacan nuestras libertades por no dejarnos hacer lo que queremos, todo cuando aún mueren decenas de personas cada día? ¿Cómo se pretenden evitar los rebrotes en las concentraciones que se están produciendo? ¿Para qué exactamente se quiere derribar al Gobierno? ¿Por qué al manifestarte te acuerdas de las celebraciones tras la Copa del Mundo cuando han muerto cerca de 30.000 personas en el país? ¿Qué planes concretos frente a la crisis económica se proponen en las caceroladas? ¿Hay sobre la mesa algún modelo alternativo que nos haga recuperar un mínimo horizonte de futuro? 

Nada, nihil. El llanto del bebé conectado directamente con el puñetazo del frustrado. El ruido ensordecedor de una cacerola, golpeada con los labios apretados. Un insulto extemporáneo que se pierde en un balcón si ven que no comulgas. Poco más. 

Defendamos el derecho a la protesta, reconozcamos que hay motivos para el descontento por la actuación no siempre acertada de las autoridades, pero no dudemos de su buena fe, tal y como también hay que atender, desde el realismo, a la pluralidad de quienes protestan más allá del cliché despectivo del Cayetano o el fascista. Preguntémonos por qué cala y qué lleva detrás la estrategia de las elites de la extrema derecha. Solo conociéndolo bien impediremos que algo tan humano, pero tan poco educado y reaccionario como el odio, se abra paso ante el desmoronamiento del mundo preCovid. La destrucción es un modo de dar rienda suelta a la rabia, ofrece una válvula de escape a los atrapados en una vida interna incómoda, áspera, que no permite la conversación con uno mismo. “Que perezca el mundo si al menos logro cierta calma”, podría ser el dictum. Y a continuación el anhelo de control total, la homogeneización de las acciones, expresiones y, si es posible, de los pensamientos. Ahí es donde asoma ya el proyecto fascista, sobre esa nada. 

Pero no es ese el camino. Como en La historia interminable, en los confines del mundo donde avanza la nada no hay más que catástrofe y tristeza. En el viaje alucinado que proponen los profetas del odio, solo aguarda la multiplicación exponencial del desasosiego. No hay más que echar un vistazo a la historia. Regresa una vez más, vacío, el cubo agujereado del Gorgias.  

Por eso hemos de coger fuerzas para algo que no es fácil, reconozcámoslo, pues se trata de aceptar nuestra limitada condición humana. Y con ella la maravillosa imprevisibilidad del mundo y de quienes nos rodean. Su libertad. Hemos de saber hacernos mejores y más fuertes juntos, luchando frente a la adversidad, en este cruce de caminos crucial de nuestro siglo. La colaboración con los radicalmente otros que nos rodean, sabiendo de los conflictos a menudo irresolubles que enfrentaremos, habrá de hacerse desde el compromiso democrático. Una vez más hemos de reconstruir el país y solo con la confianza de que podremos lograrlo tendremos alguna posibilidad de éxito.

Esta tarea puede sacar el mejor rostro de nuestras emociones, incentivará nuestra fantasía y coraje para ir dejando atrás, poco a poco, desde la deliberación pública y el mantenimiento de los derechos y conquistas sociales obtenidos, unos marcos políticos y económicos que nos han traído precisamente ante esta fatal tesitura. Nos los han defendido, y siguen haciéndolo hoy, henchidos siempre de responsabilidad, pero en realidad son incendiarios. Probemos si no a dar un paso atrás y evaluémoslos desde la perspectiva del 2100. Por eso necesitamos urgentemente otros marcos muy diferentes, ecológicos y cruzados por la democracia radical, donde la justicia social vaya más allá de los textos legales, donde cualquier ajuste estructural viaje directo al basurero de la historia, sin miramientos. 

Nada que alimente la nada puede ser una opción. 

De transitar por esa otra alternativa transformadora, vendrá el sosiego y la calma ante el infortunio, cierta reconciliación con los otros y con el mundo. Con nosotros mismos. Entonces quizá, pero solo quizá pues la empresa no es fácil, tengamos una oportunidad como país y como especie.  

Dibujo de Ada, a partir de: https://www.pinterest.es/pin/290763719675768467/